Amputado de una mano y un pie, se arrastraba con el
zapato deshecho trazando surcos en el barro y el aserrín de la pista. Graznó y
rechinó los dientes que le sobresalían del paladar: sus muelas habían sido
desgranadas con el cortafierros por los ayudantes del Presentador, y al resto
de la dentadura se la deformaron con tenazas. No decía nada, no podía decir
nada: le habían descuajado la lengua. Se revolcó convulso, pataleó y arqueó el
espinazo. Terminó por agarrotarse y abrir ante el público los gajos de su boca,
con ese vibrátil muñón de lengua.
―¡El zombi, señoras y señores! ―vociferaba el Presentador torciendo su
amplia galera y escupiendo sobre el micrófono― ¡El zombi!
Y la gente ―todos ellos menos uno― arengaba y
mascaba pochoclo entre carcajadas. Le lanzaban la bosta de los elefantes y los
leones, exigiendo otra amputación. Hombres y niños, mujeres y viejos se
deleitaban ante ese latir, ante aquellos restos oscuros del cerebro, esa goma
derramada que palpitaba incesante de rojo. En un costado de la pista tronaba la
motosierra de su verdugo, que la blandía sonriente.
Ahora el monstruo se abrazaba las rodillas, formaba
con el barro y la mierda una ciénaga amarronada. Así encogido, ocultaba la cara
y las perforaciones del estómago.
Pero a Leónidas, disimulado entre los salvajes
pueblerinos, los vítores ya le sonaban perdidos, ausentes. Mitigaba su horror
empuñando la navaja que escondía en el amplio bolsillo del pantalón. Intentaba
convencerse de que, de haberse contado entre el público, Eliana se hubiese
compadecido del muerto vivo. Y se dijo que ella haría lo mismo que estaba a
punto de hacer él: la molotov que también ocultaba sería capaz de purificar a
esa bestia del infierno. Salvarlo del dolor. Salvarlo del escarnio.
Las risotadas y los empujones del público lo
trajeron de nuevo a la tribuna. Querían saborear cada momento del estertor de
aquello que no moría ni podría morir jamás.
Ahora tomates podridos estallan de gusanos al
estrellarse contra la cabeza del monstruo. Se arrastró hasta arrodillarse en
una tarima. Convulso regurgitó sangre oscura y pus que volvió a sus venas por
las cavidades del tórax.
Las vísceras afloran: el corazón bombea en un
compás monótono, y el pulmón se infla a cada bocanada de aire.
El zombi levanta al cielo los brazos y abre amplia
la mano que no ha sido cercenada, cuando el latigazo de un ayudante le lacera
la espalda.
Los niños ríen, gritan:
―¡Zombi! ¡Zombi!
―¡Morite de una vez, zombi!
El Presentador le estrelló un mazazo en la cabeza.
―¡Tengan preparada la motosierra! ―gritó, dejándolo caer boca abajo.
Y la multitud clamó un hurra. El presentador
desenfundó una Colt 1911, y hundió la boca del cañón en el espinazo del
monstruo.
Amartilló la pistola.
Los gritos unánimes clamaron:
―¡Que se muera! ¡Que se muera!
El disparo de la .45 hizo eco en cada pliegue de la
carpa hasta hacerse estridente en los oídos de Leónidas. La estrella de aquel
espectáculo se contorsionaba por el barro.
La luna iluminaba las calles de tierra, y Leónidas
corría con todo el aliento que le quedaba. Se detuvo frente a su casa. Al
restregarse las manos usando la remera como si fuera un trapo, el hedor a gasolina lo despabiló. Temblando, hurgó en
sus pantalones hasta encontrar el llavero.
Recién pudo abrir al tercer intento. No bien entró
cerró la puerta tras de sí, y a pasos largos se acercó a la ventana. Espió
afuera por la rendija de la cortina.
¿Lo habrían seguido?
Haciendo un ida y vuelta en el hall de entrada,
Leónidas pensaba en el maldito cartel. Anunciaba la mayor de las atracciones de
aquel circo ambulante:
¡ZOMBI!
EL MAS ESPELUZNANTE SHOW JAMÁS VISTO
La molotov se había estrellado contra la pista, y
el fuego prendió rápido en el aserrín y trepó por entre las vísceras del zombi,
que empezaba a carbonizarse. Y Leónidas, en medio de su escape, pudo oírlo
graznar y rugir y aullar, acaso no de dolor o furia, sino de insaciada
voracidad. Al darse vuelta, vio, a unos cincuenta metros, que las llamas se
extendían por las carpas de los “artistas”. Si tenía suerte, pronto ese muladar
maldito sería polvo y cenizas. Y él podría respirar tranquilo.
Pero nunca los perdonaría.
Enfermos, sí. Todo el puto pueblo estaba enfermo.
El mundo entero estaba enfermo, apestado de pecado. Y ese circo de fenómenos
era el pecado mismo.
Y él estaba seguro de que le había hecho un bien a
la humanidad. ¿Qué pasaría si de alguna forma esa criatura se hubiese liberado?
Ese monstruo no podía andar suelto por el pueblo. Él no podía dejar las cosas
así. No. Por Dios, no. Eliana se lo iba a agradecer. La humanidad lo haría. Ese
zombie reptante y desdichado debía irse en paz, y sin terminar con la vida de
nadie.
Un chirrido metálico lo paralizó: ¡el descorrerse
de una ventana!
Y provenía
de algún rincón de su casa.
Abrió la navaja, y dio un paso hacia el oscuro
comedor.
Parpadeó para acostumbrarse a los difusos haces de
luz. Una sombra se movió, dejó a la vista una camisa blanca. La camisa
acompañaba a un traje de gala que se fundía en la negrura. Más arriba, un
pañuelo rojo adornaba un cuello. Sobre la cabeza equilibraba un alargado y
payasesco sombrero de copa. Las mejillas del Presentador se borroneaban en una
palidez circense, en contraste con la supuesta comicidad del tipo: lejos de
resultarle cómico, a Leónidas aquello lo aterraba. Los dientes deformes y
amarillentos, sonreía mostrándolos con orgullo. Se sacó el sombrero con un giro
artístico y lo dejó apoyado sobre su pierna. Enseguida se incorporó de su
reverencia, y su voz carraspeó, oscura:
—Ha matado a nuestra mascota, mi amigo.
Leónidas intentó dar un paso hacia atrás, pero el
otro lo agarró del cuello. Sus pies patalearon en el aire, mientras intentaba
clavar el cuchillo en los fuertes brazos que lo sujetaban.
―¡Morite, zombie!
Oyó aquel grito con la cara hundida en el barro.
Sus uñas rasguñaron la mierda y el aserrín, y el nuevo pistoletazo se superpuso
a los truenos y le fracturó una pierna. Ni intentó abrir la boca: uno de los
ayudantes se la había cocido con alambre de enfardar. Entre función y función,
los ayudantes del Presentador lo surcían con retazos de cuero de cerdo.
―El show debe continuar ―decía el Presentador.
Sí: el show debía continuar.
Siempre.
Le pisotearon la cara, se la patearon hasta
arrancarle el tabique. En su cerebro de no-muerto, los pliegues de la carpa se
le antojaron telarañas tendidas hacia el infinito.
Aparte de eso, sólo había dolor. Y era por el
hambre.
Un hambre voraz como un cáncer. Sí: la muerte
dolía.
También había tristeza, pero él era incapaz de
soltar lágrima alguna.
El ojo que le quedaba se atrevió a observar detrás
de las rejas: entre el público distinguió una hermosa figura.
Eliana, que lo contemplaba con regocijado horror.
Pero ella no reconoció a Leónidas. Nunca lo haría.
Diego Nahuel Coppa